viernes, 19 de agosto de 2011

¿Tienes una falda con botones?


Nadie sabía cómo se llamaban, ni dónde vivía. Su aspecto era desaliñado, pero no del todo desharrapado. Rondaba la media de edad y caminaba con pasos cortos, pero constantes, encorvado y con un cierto aire despistado.
Vivía en un céntrico barrio de Valencia y era conocido por los vecinos como el de la falda de botones.
En cuanto se encontraba con alguien en la calle su primera pregunta era. "oye, oye ¿tienes una falda de botones?". Aunque le preguntaban para qué quería esa prenda, nunca lo explicaba, lo único que le interesaba era tener una falda de botones.
Lloviera, cayera un sol de justicia o el frío calara sus huesos, el hombre de la falta de botones caminaba por el barrio en busca de su codiciado tesoro. Su vida se limitaba en hacerse con su gran sueño, su único pensamiento era la falda de botones y su necesidad para seguir subsistiendo era poseer unos metros de tela con varios botones. No le importaba la talla, ni el diseño, ni el color, sólo ansiaba poseer una falda de botones.
Sus vecinos le comentaban "¿no te da igual un pantalón? Lo utilizarás más". Pero él siempre pedía lo mismo y con un débil movimiento de su dedo índice decía "no, no, quiero una falda con botones".
Aquel hombre tenía una obsesión, pero no menos importante que aquel que se empeña en ganar más dinero, reclamar el amor de alguien o sentir rencor por un enfado. No hay escala en las obsesiones, todas son iguales y con la misma intensidad.
Aquel hombre sin proponérselo iba dando un ejemplo a todos sus vecinos que pensaban que estaban más cuerdos y sus pensamientos eran más interesantes. Quien supo entender su enseñanza comprendió que la vida está repleta de faldas con botones, pensamientos inútiles para unos e imprescindibles para otros, pero al fin y al cabo, sólo pensamientos cuyo valor es el mismo, sólo toman la fuerza que cada uno quiera darle.

martes, 9 de agosto de 2011

El negro sin rumbo



Su padre era negro, su madre negra y él nació también, pero vivió en un país de blancos. No sabía por qué era de diferente color al resto de sus compañeros de clase. Sus padres adoptivos eran blancos y él se sentía como el extraño, por eso cuando tuvo cinco años a Pedro le contaron que había sido acogido en España porque su familia no tenía recursos y no podía cuidar de él.
Esa relevación le hizo tomar una decisión; cuando fuera lo suficientemente mayor se marcharía para buscar a gente similar a él.
Su objetivo era crecer, crecer rápido y encontrar a sus familiares. Estaba harto de escuchar expresiones de sus compañeros como ¿Tú tienes la sangre roja? ¿Naciste negro? ¿Para qué tomas el sol si ya estás moreno?
Cuando cumplió los 18 años decidió marcharse a Sudáfrica, le habían dicho que allí los negros gobernaban sobre los blancos. Pero cuando llegó no le gustó el trato hacia los blancos. Se acordaba de sus padres adoptivos y a pesar de que estaba rodeado por personas de su mismo color se encontró en tierra de nadie.
Un día conoció a un mulato y Pedro le dijo. "Claro, tú sí que sabes, nadie se puede meter contigo porque tienes los dos colores". El mulato quedó boquiaberto con la reflexión de Pedro y le dijo. "¿Te has preguntado por qué te preocupa tanto el color? Yo soy ciego y no sé cómo es el blanco o el negro. Soy Arturo, el ciego, pero todos me llaman Arturo, el sonrisas. Procuro reírme, porque aunque no me vea, oigo las risas de los demás. Ver no veo, pero escuchar lo hago a la perfección. "Busca en tí que seguro que tienes algo que los demás no tienen y deja de buscar ahí fuera", sentenció.

miércoles, 3 de agosto de 2011

El último segundo


Un 10 de enero Roberto decidió cuál sería destino de vacaciones en agosto. Se iría al Caribe, le habían comentado que en verano podía haber tormentas, pero no le importaba, llevaba años planeando ese viaje y por fin tenía dinero para poder disfrutar de aguas cristalinas, ron, palmeras y por qué no, chicas guapas.
Tenía 34 años y su novia Rocío le había abandonado en septiembre. El año pasado decidieron ir juntos a Santo Domingo, pero ahora lo debería hacerlo solo porque su novia había preferido a su profesor de spining.
Cuando llegó la primavera comenzó a comprarse bañadores, unas gafas de sol de aviador y un equipo de buceo. Quería estar irresistible e incluso se descargó en el ordenador algún vídeo para ver cómo se bailaba la bachata.
Los meses le pasaban lentos y no veía el día de volar hacia el paraíso.
Todos en su empresa ya sabían el destino de Roberto que no cesaba de comentar lo afortunado que se sentía libre con su viaje a la vuelta de la esquina. Pensaba, "por favor que pasen estos meses volando, quiero estar allí, estos días no los necesito, son una pérdida de tiempo".
El mundo se le echaba encima y ni salía con los amigos porque quería ahorrar, no había nada más importante que su viaje y los planes de compañeros le aburrían.
Llegó julio y comenzó a descontar los días uno a uno. Estaba encantado de conocerse y bromeaba cada vez que llegaba a su trabajo "¿Os he comentado dónde estaré dentro de unos días verdad? "Sí, Roberto sí,", le decían sus compañeros con paciencia.
El vuelo estaba previsto para el día 10 de agosto a las 12 de la mañana, la maleta la preparó un mes antes y cada día la repasaba para comprobar que no le faltaba nada. La noche previa dejó su equipaje delante de la puerta de su casa, todo preparado, sólo faltaba salir de su edificio y coger el taxi que ya lo había reservado con destino al aeropuerto. Llegó el gran día y a las siete de la mañana se despertó con muchos nervios. Amaneció algo mareado y pensó que sería por la emoción del día, desayunó, pero no se sentía mejor y cada minuto que pasaba el malestar iba en aumento. Comenzó a sentir un dolor agudo en el brazo izquierdo, la presión se le desplazó al pecho y su vida comenzó a pasar por delante. Miles de escenas a una velocidad de vértigo hasta que sintió que se iba, se iba y no podía respirar. Roberto yacía en el suelo sin vida tras un ataque al corazón, justo en el momento en el que el taxista llamaba a su puerta para llevarlo al aeropuerto.
Los últimos meses de su vida los había pasado preparando un momento que nunca llegaría, desperdició semanas, días y horas pensando en algo que no viviría. Ojalá hubiera tenido los cinco sentidos para disfrutar de cada uno de los momentos de su vida. Ojalá hubiera vivido cada segundo como si fuera el último.

lunes, 1 de agosto de 2011

Escuchar


David vivía en el mismo lugar desde hacía ocho años. Su habitación era soleada, amplios ventanales y una cama muy confortable. Era muy querido y cada día venían muchas personas a verlo. Su madre se pasaba por las mañanas. Siempre llegaba a la misma hora, le contaba los cotilleos de sus vecinas y los enfados con su padre. Aseguraba que si fuera más joven lo abandonaría. Se sentía muy sola y estaba agotada de depender de la gente.
Su hermana todavía no sabía qué carrera universitaria quería estudiar, iba a verlo los fines de semana y le contaba con el chico con el que salía y los problemas que tenía con sus padres.
Hacía ocho años que él había decidido dejar su relación con su novia, ella también pensaba que era lo mejor, pero de vez en cuando acudía y le recordaba los días que habían pasado juntos y le aseguraba que se sentía perdida y a pesar de que salía con otro chico, no era feliz.
Su amigo Toni había progresado en los últimos años y era directivo en una multinacional informática. Ganaba mucho dinero, pero era muy inseguro y acudía a contarle los problemas con sus clientes, el poco tiempo que tenía para disfrutar de su mujer y su mala suerte porque pensaba que ella ya no lo quería.
Se había convertido en un gran confesor y todos acudían para que les escucharan. David nunca les decía nada, pero ellos se sentían cómodos sólo con ir a verlo.
Todos aseguraban estar tristes y desdichados con la vida que llevaban. Sin embargo, él pensaba que no eran conscientes de lo que tenían entre manos. No tenían ni idea de que eran poderosos porque podían manejar su vida como se les antojara, cambiar de rumbo si lo consideraban o cerrar etapas y empezar otras. Eran dueños y señores de su persona y no tenían que depender de una máquina, de vivir en una cama, no poder hablar, ni salir a pasear. Llevaba ocho años en coma y nadie podía saber cómo se sentía. No sabía cuándo se despertaría, saldría de ese sueño profundo o volvería a ser persona. Pero a pesar de su situación todos los días daba las gracias por estar en el mundo.